Sergio Blatto es artista plástico y docente. Acaba de exponer su serie “Fuego bajo el agua” en el museo Genaro Pérez. Durante dos décadas acompañó a distintos grupos de cuarteto por el país, lo que dio origen a la obra “Cuarteto corazón”. Dice que lo que más le gusta es retratar la forma humana.
Los cuadernos con bocetos que Sergio Blatto tiene guardados parecen los que usan los asesinos seriales en las películas de Hollywood: son en sí mismos obras de arte. Para él sirven como “borradores”, “apuntes”. Están repletos de garabatos intercalados con frases, con entradas a recitales pegadas junto a otros objetos pequeños que comparten la hoja con rostros bosquejados a medias, que a su vez descansan junto al dibujo de los elementos que había en la habitación de su padre cuando estuvo internado en la habitación del hospital. Cada cuaderno es robusto y Sergio los hojea para mostrar el origen de algunas de sus obras, la traza de una voluntad consciente que dio origen a los niños cabeza abajo, las mujeres desnudas con cabezas caninas, torsos, miembros que asoman de la blancura de un renglón para disolverse en la nada.
La fascinación de Sergio por la figura humana se volvió la punta de una lanza con la que el artista va hincándole la monotonía a los días, y con esa lanza hace blanco en dos objetivos claros, la docencia y los lienzos, espacios que le permiten volcar todo lo que aprendió de sus maestros, a quienes no se cansa de admirar: Leonardo y Miguel Ángel. Los dos están muertos desde hace bastante tiempo, pero son tan conocidos y sus obras están tan difundidas, que por suerte no es difícil hacerse de material para aprender de ellos. De hecho, la pasión por Leonardo llevó a Sergio a anotarse en una materia de medicina: “Como egresado de la universidad puedo hacer cualquier materia de cualquier carrera y me anoté en anatomía –cuenta–, la intención era cursarla y aprenderla a la manera de los estudiantes, hacer bisecciones como Leonardo Da Vinci, porque él y Miguel Ángel son mis dioses, y quería hacer esas cosas, esa es mi escuela, por eso fui”. La experiencia no fue muy buena, ya que entre los futuros galenos hubo quejas y veredicto, no había chance para que un artista plástico anduviera jugando con la carne fenecida, eso era privativo para quienes necesitaban aprender a salvar vidas, no para quien buscaba poner figuras en telas.
Sergio repasa estas historias desde su casa-taller en la república de San Vicente. Vive en un lugar en el que la luz se vuelve ámbar gracias al capricho de unas ventanas generosas cuyos vidrios tiñen todo de un color amarillento. “A veces tenés que tener cuidado porque sacás los cuadros a la calle y te das cuenta de que son de otro color”, bromea. Después del pasillo de ingreso hay un patio repleto de plantas donde la luz es todavía más plena y donde un prolijo juego de sillas de jardín descansa bajo la sombra intermitente de una parra. El resto de la casa es grande, con ambientes amplios donde las obras de Sergio fueron ganándose las paredes. La mayoría de los cuadros deben ser sus favoritos, conclusión que se desprende de una de las frases que quedan sueltas en la conversación al tocar el tema de cómo se cotizan las obras: “Hay cuadros que no vendo porque para mí son importantes, porque me gustan, porque inician una serie o por lo que sea. Cuando estaba estudiando, una persona me dijo ‘si este cuadro te gusta mucho, no lo vas a poder vender más caro; si te gusta mucho, entonces guardátelo’”.
Espacio en obras
Hay dos habitaciones destinadas especialmente a sus trabajos. En una están prolijamente ubicadas sus pinturas, muchas de las cuales tienen considerable tamaño. También en esa habitación hay un mueble en el que descansan los materiales y las herramientas que Sergio usa para trabajar. Esos estantes contienen desde pinzas y trinchetas, pasando por pinturas y solventes, hasta pegamentos y materiales industriales.
A las claras, lo que puede llegar a ocurrir sobre un lienzo de Blatto es un enigma. Y es que al artista lo seducen los experimentos. En su búsqueda no hay reglas. Una pintura se puede crear desde el papel carbónico, desde el enduido, desde la reproducción seriada, desde el raspaje con cincel o desde alguna técnica que tenga como puntapié inicial a la fotografía.
“Me gusta mucho el trabajo de las sombras y las luces –cuenta Sergio–, así que muchas veces tomo la fotografía y a partir de ella empiezo a pintar”. Esa misma técnica usó en una serie de cuadros que realizó cuando era más joven y tenía una relación estrecha con la música popular, concretamente con el cuarteto. “Yo me pagué los estudios trabajando con los cuartetos –rememora–, hacía de plomo y también abría los espectáculos”. Las fotos que atestiguan esas primeras armas laborales lo muestran muy joven, de traje ceñido al cuerpo frente a un micrófono en su Río Tercero natal, de gira con grupos de música a los que acompañaba por los pueblos. Durante más de dos décadas fue un trabajo rentable galopar a lomo de colectivo por pueblos recónditos de muchas provincias, descubriendo al final de huellas en medio de campos yermos carpas improvisadas donde un generador traqueteaba tozudamente para darle luz a los equipos. Y todo ese folklore quedó plasmado en una serie de cuadros que Blatto pintó a sabiendas de que nadie se preocupaba por visibilizar ese fenómeno. Luego, ya en Córdoba, siguió trabajando con “la Mona” Jiménez. Fue su etapa más expresionista, y pintó a la Flaca Marta, al barrio San Vicente, al mismo Jiménez, a los personajes de Miguel Iriarte, a los vendedores y mercaderes de la previa del baile, a los bailarines. Pero ocurría algo curioso, la mirada artística sobre la música popular, una vez que se exportaba a otros ámbitos, no generaba buenas recepciones: “A los cuadros cuarteteros me los rayaban y a las pinturas de La Mona a veces me las escupían –cuenta–. Yo no podía creer en esa época que nadie del cine pusiera una cámara para filmar acá en San Vicente lo que se veía en los bailes, lo que eran esas fiestas. Por eso me gustó tanto cuando se estrenó De caravana, la primera película que mostró un poco ese mundo”.
Pero finalmente Sergio se casó, llegaron los hijos, se agotó el tema y aparecieron otras inquietudes. Y a otra cosa mariposa.
Hombre isla
El talento de Sergio Blatto no tiene antecedentes familiares. Tampoco herederos. Él mismo se encargó de rastrear en sus orígenes buscando parientes en el viejo continente para dar con algún eslabón perdido que pudiera servir de enganche con su pasión, pero en esta historia está solo, para atrás y para adelante, puesto que sus hijos tampoco heredaron sus inquietudes por la producción artística.
“Yo me vine a estudiar a Córdoba en el ‘82, para que te des una idea, en medio del tema Malvinas, sobre el final de la dictadura. Pero en mi familia no tenía referencias artísticas –relata–, yo dibujé siempre solo. Mis viejos eran campesinos y cuando vendieron las tierras, se pusieron un bar donde se jugaba a las bochas”.
En el bar había un mostrador, y los recuerdos de Sergio lo llevan hasta esa mesada donde se sentaba a dibujar sobre el papel que envolvía los cartones de cigarrillos, un papel que él recuerda “blanco, con olor a tabaco y espectacular”. Sobre ese papel, que fue su primer lienzo, recibía los pedidos de los parroquianos y con birome dibujaba una botella, un vaso.
Ese pequeño todavía no sabía que había un largo camino por delante, que habría un primer cuadro que cambiaría por pinceles, y otros más que podría usar a modo de trueque a lo largo de su vida para hacer un viaje, cambiar un piso y hacer arreglos en la casa. O para exponer en museos. Acá y en el extranjero.
Hoy la pintura para Sergio es una forma de vida que incluso palpita con la misma fuerza que la vida que hay dentro de su cuero. Se ve eso en la manera en la que habla de los proyectos por venir, de las cosas por hacer, del tiempo que puede dedicarle a lo que ama. De modo envidiable.